
Hay ciudades tan descabaladas, tan faltas de sustancia histórica, tan
traídas y llevadas por gobernantes arbitrarios, tan caprichosamente
edificadas en desiertos, tan parcamente pobladas por una continuidad
aprehensible de familias, tan lejanas de un mar o de un río, tan
ostentosas en el reparto de su menguada pobreza, tan favorecidas por un
cielo espléndido que hace olvidar casi todos sus defectos, tan
ingenuamente contentas de sí mismas al modo de las mozas quinceñas,
tan globalmente adquiridas para el prestigio de una dinastía, tan
dotadas de tesoros -por otra parte- que puedan ser olvidados los no
realizados a su tiempo, tan proyectadas sin pasión pero con
concupiscencia hacia el futuro, tan desasidas de una auténtica nobleza,
tan pobladas de un pueblo achulapado, tan heroicas en ocasiones sin
que se sepa a ciencia cierta por qué sino de un modo elemental y físico
como el del campesino joven que de un salto cruza el río, tan
embriagadas de sí mismas aunque en verdad el licor de que están ahítas
no tenga nada de embriagador, tan insospechadamente en otro tiempo
prepotentes sobre capitales extranjeras dotadas de dos catedrales y de
varias colegiatas mayores y de varios palacios encantados -un palacio
encantado al menos para cada siglo-, tan incapaces para hablar su
idioma con la recta entonación llana que le dan los pueblos situados
hacia el norte a doscientos kilómetros de ella, tan sorprendidas por la
llegada de un oro que puede convertirse en piedra pero que tal vez se
convierta en carrozas y troncos de caballos con gualdrapas doradas
sobre fondo negro, tan carentes de una auténtica judería, tan llenas de
hombres serios cuando son importantes y simpáticos cuando no son’
importantes, tan vueltas de espalda a toda naturaleza -por lo menos
hasta que en otro sitio se inventaron el tren eléctrico y la telesilla-, tan
agitadas por tribunales eclesiásticos con relajación al brazo secular, tan
poco visitadas por individuos auténticos de la raza nórdica, tan
abundantes de torpes teólogos y faltas de excelentes místicos, tan llenas
de tonadilleras y de autores de comedias de costumbres, de comedias de
enredo, de comedias de capa y espada, de comedias de café, de comedias
de punto de honor, de comedias de linda tapada, de comedias de bajo
coturno, de comedias de salón francés, de comedias del café no de
comedia dell’arte, tan abufaradas de autobuses de dos pisos que echan
humo cuanto más negro mejor sobre aceras donde va la gente con
gabardina los días de sol frío., que no tienen catedral.
Luis Martín Santos
Tiempo de Silencio, 1961